Nuevo Oasis

    1 de septiembre. 39 grados.
    Las flores del jardín comienzan a marchitarse. Las del invernadero, de momento, mantienen su esbeltez. Echo de menos la lluvia. Su repiqueteo contra mi ventana. Y la escasez de luz en el pequeño habitáculo en el tercer piso de mi soberbia morada. Y las sombras, recortadas contra la pared, de las gotas de agua golpeando y resbalando por el vidrio. 
    Volvería de nuevo al día en que todo cambió. Al día en que lo dejé todo por este lugar. En que abandoné a todo el mundo excepto a mí. Sería agradable revivir aquella rotura de cadenas. Aquella noción repentina del poder que poseo sobre mí mismo, y de lo endeble del discurso ajeno cuando hacia mí se dirige. Pero ese día ya no existe y todo es distinto y extraño. Extraño cuando te paras a pensarlo, a pensar lo distinto que es todo. 
    Y ahora toca hacer las maletas. Ahora, que aún no se han marchitado las últimas flores, toca pensar una nueva dirección. Y clavar mis pies uno detrás de otro, una y otra vez, miles de veces en la tierra seca. Hasta encontrar un nuevo oasis. Una nueva tierra donde criar mis flores empapadas por la lluvia. Y llenar de colores el jardín y escuchar otra vez el repiqueteo de las gotas contra mi ventana. 
    Y, como si fuera la primera vez, no preocuparme por nada.
    No preocuparme por nada.

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