Vacías las calles

    Hace mucho que no ves vacías las calles. El fresco de la mañana te despeja. El domingo a las ocho la ciudad aún duerme. Te agrada vivir cuando los demás descansan, y descansar cuando los demás viven. Llevar una vida opuesta. Te empeñas en subir hacia abajo porque sabes que se puede, a pesar de que no sirva para nada. Sabes que puede hacerse y quieres demostrárselo a los demás. ¡Mirad! ¡Mirad! ¡Puedo hablar sin abrir la boca! ¡Puedo oler sin respirar! ¡Mirad! ¡Puedo echar a correr sin levantarme de la cama!

    Te sientes fuera de la línea del tiempo. Te sientes dentro de un cuadro de Sorolla. Un amanecer perpetuo. El aire de la sierra acariciando tu cara por siempre. Y nadie por la calle. Casi nadie. Tan solo un par de viejos paseando al perro y un joven desayunando y leyendo un libro antiguo. Y tú no. Tú eres un espectro. Una ilusión deslizándose sigilosamente tras la barrera de la inconsciencia. Observador. Omnisciente.

    El olor de sus húmedas profundidades aún perdura en tus dedos. La ligera resaca y el cansancio de una noche de insomnio cuelgan de tus párpados y se balancean con suavidad. Tienes ganas de escribir y no recuerdas la última vez. Tienes ganas de hacer algo inútil. Infructuoso. Quieres desafiar al mundo. Es lo único que has querido desde que naciste. Escupirle en la cara al mundo mientras él te aplasta el cuello con sus cadenas. Y seguirás escupiéndolo. Siempre podrás desafiarlo después de cada nueva derrota. Siempre querrás. Porque, si consigues llegar vivo, sabes que al final obtendrás algún tipo de victoria.

    Frente a ti hay ahora un plato vacío y una taza con un poco de café y leche. Los ancianos y el perro se fueron y el joven ya no lee, sino que desliza el dedo una y otra vez sobre la pantalla de su teléfono. La plaza comienza a llenarse de gente. Hace calor. Pides la cuenta. Te levantas y caminas con prisa en dirección a tu cama. Pues la ciudad ha revivido, 

    y tú necesitas morir durante un rato.

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