Neones y constelaciones


    La luz del sol pierde fuerza a medida que atardece. Se deja aplastar. Se deja comer por los neones hambrientos que cuelgan en las fachadas. Y en el salón de Amanda, las cortinas abiertas. Permitiendo el paso del ruido rojo, verde, violeta, azul. Del ruido catártico. El ruido hipnótico del atardecer agonizante. Del atardecer siendo aplastado. Siendo comido por los borrachos sedientos del bar de la esquina. 
    Amanda, sentada en su sillón, bajo una pequeña manta de lana negra, balancea las piernas. Arriba y abajo. Arriba y abajo. Tal y como los doctores indican. Arriba y abajo. Repetidamente. Todos los días. Como el péndulo de un viejo reloj de pared. Durante todos los segundos que tiene la tarde. Y a través del cristal, por entre la amalgama de colores de la ensuciada callejuela, observa el aire ácido del exterior desde el primer piso de su castillo de quince plantas, las otras catorce ocupadas por completos desconocidos. 
    De vez en cuando alguien golpea la puerta. Alguien entra. La levanta. La habla con apatía y la manipula con prisa. Masajea sus piernas con violencia. La impregna de jabón y la dispara con una manguera. Y después quietud. De nuevo. Y de nuevo Amanda, sentada en su sillón, balancea las piernas. Arriba y abajo. Arriba y abajo. 
    Allá, tras una de las ventanas de enfrente, un joven desnudo lía un cigarro. Sentado en la cama. Con calma. Una calma agarrotada. Una mano le presiona la nuca desde arriba. Y Amanda ve a Francesco. Su Francesco, años atrás. Y a sí misma observando su espalda de lunares y sudor. Su pelo enmarañado y fresco bailando grácil al ritmo de la brisa marina. Y con el dedo dibuja infinitos en su espalda. Pequeños infinitos por todo ese mapa de constelaciones de un universo que una vez pareció inabarcable. Y lo fue para ella. Inabarcable. Y cada infinito que dibuja es más pequeño que el anterior. Y Francesco, su Francesco, se ve cada vez más lejano. Más inalcanzable.
    Tras una fachada eterna de hormigón y un cristal a prueba de anhelos, Amanda le observa fumar su cigarro, espirar el humo con apatía, tumbarse en la cama. No parece darse cuenta de que ella está ahí. Observándole. Velando por él. Todos los días y todas las noches. Ahí sentada. En su sillón desgastado. Ella y su sillón. Ambos desgastados por los años. Por el tiempo.
    Al fin anochece, y Amanda cesa en el pendulear de sus piernas. Francesco ya no está. En su lugar ha aparecido el reflejo de una farola alicaída, y una luz de colores antinaturales que rebota en los cristales y penetra débil en el horrorosamente vacío salón. Y antes de dormitarse, Amanda escucha, abajo en el bar, a algún sueño roto mojado de alcohol berrear una antigua canción de un tal Joaquín Sabina.

Así crecí volando, y volé tan deprisa
que hasta mi propia sombra de vista me perdió.
Para borrar mis huellas destrocé mi camisa,
confundí con estrellas las luces de neón.

    

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