Calima

    Sonaba Hiatus Kaiyote, Nakamarra. El reflejo de la luz contra la tierra del parabrisas caía quedamente sobre el asiento del copiloto, anaranjado, amarronado, vertiendo sueños de un desierto lejano e inmenso sobre el estómago de Dylan. Después habría que limpiar la furgoneta, pensó. Lo dejaría para dentro de un par de días, cuando la arena claudicase en su intento de invasión territorial, si la jefa decidía pasarlo por alto, pensó también.
    Olía extraño. Así como debía oler en Marrakech. O no. No tenía ni idea, pero le encantaba imaginárselo. Se decía que ese polvo era traído por el viento desde el desierto del Sáhara. Una parte de ese polvo, muy pequeña, había sido hollada por tuaregs, por personas de otro mundo, tan distintas, tan extravagantes, y dos lugares tan extraños el uno al otro estaban siendo unidos por el viento.

    ¿Qué hacemos aquí? En el lugar en el que nos encontramos, ¿por qué todo es tan importante?

    Dylan bostezó. Y notó que aún le sabía la boca a su saliva. Había llegado al trabajo sin dormir. Había esperado toda la noche al momento oportuno. Y ahora sólo quería que el momento oportuno hubiera ocurrido unas horas antes. Pero así quedó la cosa, en un instante de sueño, en un beso fugaz, como las estrellas. Tan fugaz que no tuvo tiempo ni de pedir un deseo. Porque, a veces, el tiempo que se nos otorga es tan escaso que no podemos ni desear.

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