Nadie en todo el mundo

    Nadie en todo el mundo tiene las cosas tan claras como Amanda. Si la ciudad no fuese un aluvión de rugidos estridentes, sus pasos demostrarían a todos la firmeza y la convicción que invaden su corazón y sus pensamientos. El rumbo es claro. El punto hacia el que quiere dirigirse se halla en aquella dirección. De esto Amanda está segura. Segura. No hay ni una millonésima parte de atisbo de duda. Ni los dardos envenenados de los envidiosos pueden interferir lo más mínimo en su constante marcha. Nada la hará zozobrar. Jamás. Pero ella es consciente. Es consciente de las miradas inquisitorias de sus conciudadanos. ‘¿Cómo se atreve?’, gritan con los párpados abiertos de par en par, ‘¿Cómo se atreve a hacer lo que quiere?’. Se atreve. Se atreve porque es la única opción que le queda, además de la muerte. Porque cuando una está ya harta de este mundo, sabe que el siguiente sólo depende de ella y de nadie más. Y no hay carencia de valentía en su intención, en absoluto. No la hay cuando alguien se aventura hacia un lugar inexplorado, una zona del universo en la que ningún ser humano ha puesto el pie jamás. Igual que Cristóbal Colón. Igual que Neil Armstrong. Un viaje hacia el más absoluto vacío con la esperanza plena de descubrir algo más, y saciar su inquietud con cada nuevo descubrimiento. Jugándose la vida en ello. Jugándose el tiempo. Y cada latido consume un nuevo instante de su vida y la aproxima más al final. Pero Amanda no tiene ninguna prisa, sino que está tranquila, porque sabe que esta vez es ella la que tiene las riendas en sus manos. Ella. Ella y nadie más. Nadie en toda esta ciudad de almas atormentadas. Nadie en este planeta de muertos de hambre. Nadie. Nadie en todo el mundo puede ni podrá dominarla, pues nadie es capaz siquiera de dominarse a sí mismo.

    Así pues, Amanda se dirige hacia aquella dirección, y ya no camina, sino que vuela por sobre las luces titilantes de los fúnebres candiles, que se extienden hasta más allá del horizonte.

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