La habitación azul


     El despliegue cromático de la pantalla del ordenador se proyectaba sobre la cara despeinada de Dylan. Tumbado de costado, enterrado desde hacía días bajo un edredón espeso y cálido, observaba escena tras escena una de las desdibujadas historias de Wong Kar-Wai. 
    La ventana ligeramente abierta, lo justo para que no entrasen las arañas, de esas gigantes que sólo se encuentran en lugares inhóspitos como Escocia. La mesita llena de botellas de agua vacías. La mesita y el suelo. Botellas de agua por todas partes, vacías, unas más pequeñas y otras más grandes, como una representación en miniatura de un Nueva York de plástico. El teléfono apagado o fuera de cobertura, pero sólo a pequeños intervalos, cuando no podía soportar más la avalancha de notificaciones vacuas, el alud de pequeñas descargas de insatisfacción. Y la puerta cerrada. A cal y canto. Cerrada por toda la eternidad, de momento. 
    La ciudad se derrumbaba fuera de aquel cubículo bajo la morrina nocturna, y Dylan se refugiaba en su pequeño caparazón, rumiando imágenes de cine coreano y ruso, de ese que aburre, consciente de lo afortunado que era de no estar allí fuera calándose, sino ahí dentro, a salvo de todo. De las personas. De sus palabras amables. A salvo del amor. Demasiado intenso para Dylan, el amor. Demasiado intenso. Mejor esperar ahí, resguardado del sol y de la tormenta, y de la noche y de la luz reveladora de las estrellas, y de la chica croata de la que se había enamorado, esa misma que volvería a Croacia en un par de semanas. Que volvería a la vida real, a la de verdad, en la que tenía un novio con madera de modelo, con una bonita sonrisa, un pelo impecable y un six-pack no demasiado definido. 
    Los días pasarían uno tras otro, idénticos unos de otros, borrosos, aderezados con películas de Wong Kar-Wai y con sueños extraños que se confundirían con la realidad. Uno a uno, los anocheceres iluminarían de azul la habitación para luego desaparecer hasta el día siguiente. Y, uno a uno, Dylan los iría contando hasta que llegara el momento. El momento de volver. A casa. A la vida real. A esa vida solitaria, prometedora, en la que empezar a construir. Pues nunca es tarde, dicen, para empezar a construir, y Dylan confiaba en esta afirmación. Confiaba. Y no volvería a mirar nunca hacia atrás para no tener que arrepentirse. Para no ver lo mucho que perdió el tiempo esperando. Esperando en aquella habitación azul, tumbado de costado, enterrado bajo el edredón espeso y cálido, zambulléndose lentamente en las historias desdibujadas de Wong Kar-Wai.

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