Recuerdo I: Pequeño Sáhara

     Con algo de esfuerzo conseguí que mi corazón bajase de nuevo a su sitio, justo cuando ella llegó. Aparcó su bicicleta estilo vintage contra las vallas que separaban la arena y el hormigón de la playa del Sardinero. La mar estaba tranquila. La playa también. Serían alrededor de las tres. Las tres de la tarde. Estábamos solos, ella y yo. Sólo nos acompañaban los pequeños granos de arena seca que la brisa marina transportaba de un lado a otro, haciéndoles bailar en el aire, eufóricamente mansos. La orilla quedaba más lejos de lo normal, y esto creaba la ilusión de que nos encontrábamos en un pequeño desierto del Sáhara, con sus pequeñas dunas, sus pequeños oasis y su pequeña sed mortal, y su sol de principios de febrero proyectando un calor oblicuo que maridaba perfectamente con la cazadora vaquera que yo vestía ese día.
    La observé desmontarse de la bicicleta y quise decir 'I like your eyes'. Pero mis músculos faciales y mi lengua me traicionaron. 'I like your boots', pronunciaron, demostrando una vez más la casi nula conexión que hay entre la voluntad y las acciones. Ella quedó algo desconcertada. Quizás esperaba un 'hola' o un 'hi' o un 'hallo'. Y su desconcierto me satisfizo, pues siempre he pensado que, en pequeñas dosis, el desconcierto es lo que nos mantiene despiertos, lo que nos devuelve a la vida una y otra vez. Y es que nuestra mente tiende, como todo, al caos. Quedamos cada vez más atrapados por ella, con cada nuevo suceso, a cada minuto, a cada hora, a cada día, a cada semana, hasta que nuestros sentidos se emborrachan casi absolutamente. Gracias a Dios que tenemos el desconcierto, pequeño pellizco en el hombro cerebral que nos despabila y nos zambulle de nuevo en la realidad.
    Elegimos, ella y yo, la esquinuca de la playa que estaba más resguardada de la aparentemente inofensiva brisa, bajo el muro de piedra que delimitaba con la ciudad. Coloqué una toalla sobre la arena y nos sentamos en ella, como dos perretes al sol. Una perra y un perro. La dama y el vagabundo. Yo había comprado un par de cervezas para mí y un par de refrescos para ella, pues ella no bebía alcohol. Y me sentí un poco ridículo. Algo pueril, irresponsable, con mis bebidas alcohólicas dañinas para el hígado, y para el riñón, y para el estómago y el esófago y también para el cerebro. Y entonces hablamos. De sus prácticas importantes, de mis proyectos inverosímiles. Hablamos de nuestras familias. De sus hermanos y de mis primos. Hablamos también de la subjetividad de las orientaciones sexuales. Y de la fallida objetividad de las nuestras. Noté que esto la molestaba; la necesidad de tener que definirse para los demás, elegir una etiqueta, un bando. Supe que estaba perdida, como todos lo estamos. Y aún sabiendo que todos los estamos, eso me fascinó de ella. Así que ahondé, indagué y pregunté, y quise pensar que ella adivinó que yo no hacía más que intentar encontrarme.
    Un par de días antes, cuando la vi por primera vez, en la terraza de un bar frecuentado por estudiantes de Erasmus, yo me sentía —como de costumbre— fuera de lugar. Ella también, y eso me enganchó durante aquella tarde y los días siguientes. Eso y, por supuesto, sus ojos. Azules. Azulísimos. Del mismo color que el mar en un día despejado de diciembre. Era la única que llevaba la mascarilla puesta, por lo que deduje que era una persona respetuosa y responsable. Tenía el pelo rubio más corto que yo y la piel blanca, fina y extremadamente suave a la vista. Pero este primer contacto fue menos brillante, pues llovía. Sin embargo, en el pequeño Sáhara —en nuestro pequeño Sáhara—, el sol creaba reflejos de fantasía en sus iris abiertos. Abiertos, como queriendo mostrarse a los demás, como buscando la luz solar para poder alimentarse de ella.
    Nunca supe por que no ocurrió nada más entre nosotros. A pesar de todo, nunca quise nada, o nunca lo quisimos. Y ahora el pequeño Sáhara es simplemente un recuerdo placentero, y sus iris azules yerran apagados por un lugar sin mar y sin sol.
    Y yo no dejo de pensar que ojalá todo la vaya bien.

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