No más que un sueño


     Se dio cuenta de que se estaba quedando dormido cuando vio, sin extrañarse, imágenes de su abuela y su primo jugando al tenis en el monte. Era un día muy soleado y sólo había un par de retazos de nube a lo largo y ancho de todo el cielo. Joe y sus dos familiares, ambos difuntos desde hacía ya varios años, se hallaban en un claro de hierba amarillenta en medio de una alta cumbre llena de pinos, lugar recreado probablemente a partir de una de las excursiones al campo con el grupo de catequesis al que pertenecía de pequeño. Todo se movía hacia un lado y hacia otro, a veces gentilmente y otras de forma brusca, doblándose a ratos la imagen como si de un espagueti se tratase.
    El constante vaivén del coche empezaba a provocarle náuseas, así que se sacudió el pre-sueño de la cabeza y abrió un poco la ventanilla.
    -Está lloviendo - gruñó Dylan.
    -Ya lo sé. No estoy tan borracho - contestó él.
    -Me vas a calar el coche.
    Cerró la ventanilla.
    Los edificios de ladrillo brillaban y se distorsionaban tras el cristal empañado y repleto de gotas de agua. Empezó a dibujar figuras humanas en el vaho, llenando las calles vacías de personas yendo de acá para allá, haciendo sus compras y volviendo de sus trabajos.
    -Vamos a un after - soltó, con la voz totalmente quebrada.
    -Estás de coña. 
    -No estoy de coña, chaval. Vamos a un after. Ahí, al final de la calle hay uno.
    -Estoy reventado, tío. Me voy a casa. Si quieres te dejo a ti en la puerta del bar.
    -Vaya juventud. Estáis hechos de mantequilla.
    -Son las seis y media de la mañana. Llevamos de fiesta desde las ocho.
    -La fiesta termina cuando lo diga el cuerpo, no la hora.
    -Bien. Mi cuerpo dice que no puede más.
    -Que no puede más... - repitió Joe entre dientes.
    Después de un breve silencio, Dylan encendió la radio, y los primeros acordes de una canción de Guns N' Roses limpiaron el aire viciado y frío del interior del vehículo.

Take me down to the paradise city,
where the grass is green and the girls are pretty.
Oh, won't you please take me home!

    Joe empezó a cantar y la voz se le desquebró. Tocaba la guitarra imaginaria y, de vez en cuando, le pegaba puñetazos amistosos a Dylan en el hombro con el objetivo de sacarle una sonrisa.
    -En el fondo te apetece, ¡bribón! Mira a ver si encuentras un chocho por fin. A los after van las más desesperadas.
    -Y los más desesperados - miró a los ojos a Joe para que se sintiese aludido.
    -No lo niego. En este coche hay dos desesperados y uno de ellos soy yo.
    -Además. a mí no me gustan los "chochos", a mí me gustan las personas.
    -Ya estás con eso otra vez...
    -¿Qué piensas  tú cuando ves a una chica que te gusta? ¿En su chocho? ¿En serio?
    -Sí. Y en su culo y sus tetas. ¿Es acaso un delito?
    -Supongo que no. Pero a mí me gusta más pensar otras cosas.
    -¿Como qué?
   -No sé. En sus gestos. En su pelo. En qué tipo de vida llevará. En por qué está tan borracha o tan sobria. Por qué sonríe tanto, o por qué está tan callada. En qué piensa cuando tiene la mirada perdida.
    Joe no dijo nada. Se limitó a observar la lluvia estrellándose contra el parabrisas y siendo barrida inmediatamente por el limpia. Seguía sonando Paradise City, y pensó de pronto en Vanessa. Vanessa hace veinticinco años. Vanessa ahora. Cómo sería Vanessa ahora. Qué tipo de vida llevaría. Si tendría tantas arrugas como él. Si su voz seguiría siendo de algodón. Con quién estaría. Con quién. Estaría.
    Dylan paró el coche en el arcén de repente, bajo la mirada extrañada del viejo. Se inclinó hacia un lado para poder sacarse el teléfono del bolsillo. Lo desbloqueó y abrió el buscador de contactos de WhatsApp.
    -¿A quién buscas?
    Dylan no contestó. Siguió bajando y bajando por su lista de contactos hasta llegar a la P y pulsó sobre uno de los cientos de nombres de su agenda. Con la rapidez lozana que solía asombrar a Joe cada vez que observaba a un joven corretear por el teléfono, el chico movió sus pulgares para formar la combinación de palabras más perfecta que existe: "venid a mi casa. traed birras".
    Joe se limitó a sonreír al chaval en un intento, fallido, de transmitir orgullo a través de su mirada empapada en ron y otros licores.
    -¿Cómo vas de inglés viejo?
    Joe resopló.
    Dylan continuó:
    -Son dos chicas polacas que conocí hace unos meses en la lavandería. Una de ellas no habla español.
    -Ah, sí, me acuerdo.
    -¿Te acuerdas?
    -Me lo contaste el otro día.
    -Ah, ¿sí?
    -Sí. Y tenías la misma mirada de anormal orgulloso que tienes ahora.
   Dylan disimuló el rubor riéndose y metiendo primera. Tras los cristales, la lluvia no parecía amainar. Las calles estaban inundadas. Ríos de agua sucia caían hacia las alcantarillas recién colapsadas. Fue un placer llegar a casa, quitarse los zapatos, colgar el abrigo y encender la calefacción. La lluvia entonces se transformó en granizo durante unos veinte segundos. El golpeteo en las ventanas alteró por un momento a Joe y después lo relajó. Sentado en el sofá, esperando a que Dylan terminase de hacer de vientre, jugueteaba con un trozo de papel que había sobre un cojín. Era un pequeño jirón de la página de una revista de moda. Se preguntó cómo habría acabado ahí, sobre el sofá de un veinteañero bohemio al que la moda le importaba una mierda y media. Entre las pocas palabras que se podían leer figuraban "rejuvenecer", "joven para siempre" y "anti-edad". Eran los términos clave para captar la atención de cualquier adulto con la autoestima más bien baja, lo que viene a englobar por lo menos a más de la mitad de la población de cualquier país occidental. Pero Joe se negaba a caer en esa trampa del marketing. A él se la sudaba arrugarse. Lo que no le gustaba un pelo era hacerse viejo. Que los años pasaran. Sentirse empujado hacia la tumba por los más jóvenes. En realidad, pensó, eso es precisamente lo que intentan evitar las personas que utilizan productos anti-arrugas: no crecer, no cambiar. Pero esto es imposible. Los años pasan. Los ojos de la muerte nos observan cada vez más de cerca y, sin embargo, no son ellos los que vienen a nosotros. Lo aterrador, en realidad, es que nosotros mismos somos los que caminamos hacia ellos de forma inexorable.
    Joe arrugó el papel con una calma forzada e intentó colarlo en la bolsa de basura colgada en el pomo de la puerta de la cocina, al otro lado del pasillo. Pero, tal y como su subconsciente predijo, no estuvo ni cerca de encestar.
    Entonces sonó el timbre.
    Dando un pequeño brinco, se levantó a abrirles la puerta a las polacas, pero el pequeño Dylan salió del baño y se le adelantó.
    -Dobranoc - le dijo al telefonillo. Se oyeron unas palabras de mujer ininteligibles, y después soltó una carcajada.
    La noche fue rara. Para empezar, dejó de ser noche cuando comenzó a alzarse el sol a eso de las siete y media. Estuvieron hablando, riendo, bebiendo y tonteando hasta las diez de la mañana. Dylan no tardó en enrollarse con una de las chicas, y Joe, utilizando como herramienta su inglés rudimentario, se quedó a solas hablando con la otra. Charlaron animadamente sobre cine, viajes, perfumes, ex-parejas... Le habría gustado besarla. Le habría encantado, de hecho. Y sintió que a ella también. Pero debía de tener tan solo alrededor de veinticindo años. Podría ser su hija. ¡O su nieta! 'No', pensó, 'no eres tan viejo, viejo Joe'.
    Había algo en los gestos de la chica, en la forma que tenía de colocarse el pelo tras la oreja izquierda, en la ligera inclinación de cabeza al escucharle divagar y en sus párpados abiertos más de lo normal, como si intentara escuchar con los ojos y no con el oído. Le recordaba a Vanessa. Quizás no se trataba de la polaca. Quizás no importaba la joven con la que estuviera hablando. Pues esa noche Vanessa había resurgido de las cenizas de su mente. Había dado un pequeño paso hacia la luz desde la oscuridad de sus recuerdos. Y no quería irse. O Joe no quería que se fuera.
    Ella acabó dormida en el sofá-cama, y Joe recostado en el otro sofá: el sofá-no-cama. Era incómodo pero, dado su nivel de alcohol en sangre, podría haber dormido encima de una piedra con un vértice afilado clavado en la sien y otro bajo las lumbares. No soñó con Vanessa. No lo necesitaba, pues estaba ahí junto a él, al otro lado del fin del mundo. Haciéndole compañía. Respirando profundamente con él. Al unísono.
    Unas horas después le despertó el inocuo sol invernal, que penetraba en los cristales e iba a parar directamente a su cara. Levantó la cabeza acompañado de un agudo dolor en las sienes y vio el sofá-cama vacío. Vanessa ya no estaba. En su lugar había una manta de lana arrugada. Y el apartamento yacía silencioso, inmóvil. Todavía podía oler su colonia. Podría haber jurado que había estado ahí con él hacía cinco minutos.
    Era extraño. Sentía el recuerdo reciente, muy reciente, de un beso en la mejilla. Aún podía sentir la humedad de su saliva, el calor de sus labios y la brisa de su aliento. Si todo había sido un sueño, nunca lo supo con certeza.

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