Juegos de Agua

     La luz de la luna, hoy de un tono rojizo, iluminaba la habitación más de lo que se podía esperar de ella. Amanda podía ver, con la claridad con la que se siente un sueño lúcido, el escritorio blanco soportando el peso de la pantalla del ordenador y los altavoces, que susurraban los Juegos de Agua de Ravel. Bajo las notas del piano, que surgían de la nada como ondas irregulares en el centro de un gran lago de plata, el silencio flotaba sempiterno junto a motas de polvo normalmente invisibles.    

    El calor de su cuerpo la confortaba. Su pierna sobre las suyas. Su brazo bajo su nuca. Y su respiración profunda y pausada humedeciendo su cuello. Se preguntó qué estaría soñando. Le latía el corazón. Le latía fuerte. Le latía tan fuerte que podía notar la onda expansiva de cada latido extenderse por las sábanas y viajar por toda la habitación, uniéndose al piano, al polvo y al silencio en un apacible baile que duró toda la noche. Y Amanda observó maravillada hasta el final, deseando con todo su pecho poder vivir para siempre.

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