Los miércoles al salir del trabajo

     Sus ojos. Eran sus ojos. Notaba en el centro del cráneo lo que trataban de decirle. Y ella supo que no querían eso. Que nunca lo quisieron. Que nunca estuvo entre sus planes llegar tan lejos. Pero nadie, ni siquiera Saturno, está exento de la tendencia natural del hombre a hacer lo contrario de lo que quiere. Sus ojos gritaban con horror y repulsión, pero sus manos apretaban con furia y su boca mordía con saña. Parecía buscar en el espectador un halo de compasión. Un atisbo de comprensión. Demasiados años había permanecido en esa misma postura, desgarrándole el brazo al cuerpo inerte de su propio hijo. Allí, en aquella sala de paredes blancas. Y la gente pasaba y se quedaba a observarle, y llegaban otros y se asombraban y se marchaban de nuevo, y después volvían y lo miraban con indiferencia. ¿Acaso merecía la pena ese sufrimiento eterno? ¿Tenía sentido aferrarse a la vida pagando ese precio? Quizás, pensó Amanda, habría sido mejor morir a manos de sus hijos, y así haber volcado sobre ellos esa carga titánica a la que llamamos culpa.

    La muchacha observaba el cuadro mientras divagaba por los pasillos que iban creando sus pensamientos, estimulados por los tres vinos que acababa de tomar. No sentía especial interés por la pintura, pero ese cuadro le provocó al menos algunas reflexiones. Acababa de ver algunos de Dalí. No estaban mal, pensó. Quizás un poco sobrevalorados. Pero daba igual. Lo importante de una obra no era su profundidad ni su capacidad para desestabilizar el corazón del espectador, sino su potencial para generar una conversación posterior entre ella y su chico. Ese chico que andaría en aquel instante perdido por alguno de los recovecos del museo. A él sí le gustaba la pintura. Mejor dicho, le apasionaba. Solía contar que, en cierta ocasión, tras observar el Guernica durante quince o veinte minutos, no pudo evitar romper a llorar de forma desconsolada delante de los demás visitantes del museo. Síndrome de Stendhal, lo llamaba. Pero Amanda, a diferencia de los demás, conocía su tendencia casi compulsiva a la exageración de las cosas, a la romantización de todo evento o persona que le llamase lo más mínimo la atención. Y esta característica le sacaba de quicio además de enamorarle. De vez en cuando discutía con él, reprochándole su manía insana de tergiversar la realidad. Y después, movida por la culpa, reparaba el estropicio por medio de abrazos, besos y algunas palabras dulces y conciliadoras. A fin de cuentas, pensaba, le gustaba ir con él al museo, y ésta fue la razón por la que se convirtió en el plan de los miércoles al salir del trabajo. 

    Y, cuanto más lo hacían, más le gustaba. No podía evitar sentir una especie de vacío placentero en el pecho, como si el aire abandonase repentinamente sus pulmones, cuando le veía extraviarse en sus propias explicaciones. Nunca era capaz de escucharle, pues el brillo de su mirada perdida y maravillada eclipsaba cualquier otro suceso mental o físico, así como la absurdidad de los movimientos de sus manos al dibujar formas abstractas en el aire en un intento de esclarecer lo que salía de su boca, o el tono de su voz ligeramente más agudo de lo normal a causa de la excitación. Sintió de pronto esa voz junto a su oído, una barbilla apoyada en su hombro y unos brazos rodeando sus caderas. «¿Suficiente Goya por hoy?», le oyó susurrar.

    Votaron entonces por mayoría absoluta ir a tomar la útima antes de volver a casa. Él acabó tomando un cubata. Ella, una pinta de trigo. Y, a la vuelta, sintieron que caminaban sobre una mullida alfombra de algodón. La gente pasaba de largo concentrada en sí misma, pero cualquiera que les hubiera prestado la más mínima atención habría afirmado que brillaban con una luz propia. O eso creía firmemente Amanda. A él le titilaban los ojos. A ella también. Nadie había a su alrededor. Todo movimiento procedía de seres inanimados, colocados ahí para generar una atmósfera perfectamente adecuada para ellos dos. Sólo para ellos, que se deslizaban gráciles por el bosque de hormigón y cristal, que caminaban dichosos sobre la senda de algodón.

    Y las hojas de los árboles, que perfilaban la carretera, comenzaron a amarillear y a caer, formando un camino de colores que los guiaba hasta casa, para que así pudieran centrar su atención de una vez por todas el uno en el otro y el otro en el uno.

Comentarios

Entradas populares