Un cigarro

 


     La piel de Joe se erizó al contacto con las frías barras metálicas. Tras la pequeña ventana, excavada en la piedra caliza, la luna llena y las estrellas lo observaban impasibles desde el cielo despejado, y la helada abrillantaba el asfalto del patio y los matorrales de las explanadas secas, que se extendían hasta el horizonte. Tiritaba, pues el aire era frío esa noche a pesar de su estatismo. Pero supo que sólo necesitaría permanecer inmóvil durante unos minutos, mezclarse con la atmósfera, para poder evitar las navajas afiladas del relente. 
    Un dolor punzante le atenazaba la mejilla. Sacó la lengua y se lamió el extremo derecho de los labios, y la sangre seca le era aún sápida. Abrir la boca le dolía. Le dolía toser y le dolía girar el cuello. Le dolía haberse metido en aquel jaleo, y haber viajado a ese abandonado y extraño país. Le dolía sacar los brazos desnudos por la ventana y estar despierto a altas horas de la noche. Pero allí estaba. El mundo lo miraba con furia y él respondía con desdén.
    Desde la nada, una ola de murmullos se alzó y descendió de nuevo por las galerías, y Joe, por su bien, se alejó rápidamente de la ventana y se tumbó en el camastro. El sonido de unas sandalias de cuero gastadas golpeando una y otra vez el suelo polvoriento se aproximó a su celda, y se oyeron palabras amenazantes en algún idioma desconocido. Joe, con todos los músculos tensos y el vientre suelto, mantuvo la vista fija en el techo, intentando ignorar las agresiones verbales y el estruendo de los golpes en los barrotes. Después, los pasos se alejaron de nuevo en la misma dirección, adentrándose cada vez más en su propio eco hasta que todo volvió de nuevo al silencio. Mirando hacia arriba, calmó su ansiedad dando forma a las imperfecciones de la piedra, imaginando siluetas extrañas y también familiares. Y les dio vida. Y les hizo parlotear y gritar. Y la luz de la luna, clara y penetrante, se reflejaba ahí fuera en algún cristal roto y atravesaba la rejilla de la ventana, formando en el techo un haz plateada que parecía una puerta a un mundo mágico. Para Joe, la noche siempre significó volver a ser joven. Siempre fue el momento en el que la línea entre la realidad y los sueños se difumina. Cuando el miedo a lo desconocido aflora y agudiza los sentidos, y suceden las cosas más extrañas. De noche, los corazones se vuelven bravos y las chicas coquetas.
    Suspiró.
    Ellas. Las echaba de menos a ellas. Sentir que podría hacer cualquier cosa por ellas. Luchar. Morder. Llorar. Jugarse la vida. Y verlas fingir indignación y después reírse. Y sentir cómo le acariciaban el pelo mientras él dormía la mona. Y observar su reflejo en el cristal al incorporarse para fumar un cigarro.
    Sí. Un cigarro. Eso era lo que necesitaba.
    Se levantó. Dio un par de pasos a la derecha y otro par a la izquierda. Y se sentó de nuevo. Y los muelles del somier rechinaron a modo de quejido. Con los codos apoyados en los muslos y la cabeza y las manos colgando hacia el suelo, supiró de nuevo.
    Recordó aquellos días en los que todo era banal. En los que la vida era una cortina de lino acariciándole la frente y dejando entrever fragmentos de lo que parecía otro universo. Uno más confuso y lóbrego que el suyo. Entonces veía ese mundo como algo ajeno a su experiencia, y se preguntaba cuál era la motivación que llevaba a sus habitantes a seguir viviendo. A no renunciar. Ahora, que él mismo formaba parte de ese lugar, sabía que se trataba de la esperanza. No en una vida mejor, sino en un pequeño rayo de luz, o en un reflejo efímero de la luz cálida de una sala de estar. Una pequeña interferencia en la espiración, donde poder flotar durante un instante. A la que poder agarrar y saborear con la mente hasta que fuera consumida por el tiempo. Y entonces escudriñar el horizonte en busca de otra nueva.
    No sabía cuánto tiempo llevaba en esa prisión, pues éste parecía haberse detenido por completo. Allí, el control de su vida era nulo. Se encontraba esperando en una estación en la que ya no paraban los trenes, sino que pasaban de largo dejando una estela de amargor tras de sí. El aire olía a polvo, y sintió la necesidad de respirar aire fresco. De abrir sus pulmones. De purificar su pecho con el sabor de un buen tabaco.
    Necesitaba un puto cigarro.
    Pensó en sobornar a un guardia pero, ¿qué podía ofrecer? Lo había dejado todo atrás, a miles de kilómetros de distancia. No tenía nada. No valía más que un gusano de tierra. Todo lo que poseía era el albedrío de poder escoger entre seguir viviendo y dejar de existir. Y los muelles del somier estaban más que dispuestos a conocer el interior de su esófago. No le importaba el dolor. Ni tampoco el futuro.
    Se rascó la cabeza, y una mezcla de pelos sueltos y caspa ensangrentada cayó lentamente hacia el suelo, formando sombras alargadas a la luz del sol, que comenzaba ya a elevarse tras las dunas. Escuchó de nuevo pasos en el corredor y, al levantar la vista, vio al mismo guardia de todas las mañanas, cuyo único trabajo parecía consistir en despertar a gritos a los presos mientras golpeaba los barrotes con una porra. Algunos no se levantaban, lo cual sólo podía significar dos cosas: que estaban muertos o que querían morir. Y Joe agradeció entonces tener algo a lo que aferrarse, aunque fuera no más que la ilusión por un simple cigarro. Se levantó y se colocó cabizbajo frente a los barrotes. Estaba decidido a jugársela. Lo haría. ¿Qué podía perder? La vida. Nada más que eso.
    Vio los pies polvorientos y las sandalias desgastadas detenerse junto a su celda, y entonces levantó la vista y abrió la boca para hablar, pero sólo tuvo tiempo de producir un leve y corto sonido gutural antes de observar que algo caía desde las manos del guardia e iba a parar al suelo de su celda.
    Receloso, se acercó. Se agachó y lo cogió con la mano, y lo olisqueó como haría un ratón. Y el olor del tabaco penetró hasta lo más hondo de sus fosas nasales y avanzó hasta los bronquiolos más recónditos de sus pulmones. Y entonces volvió a sentir que todo merecía la pena.

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