Cristalina

 


    Es hora punta en el metro.
    Los pasillos laberínticos que unen unos andenes con otros rebosan de pequeñas hormigas gigantes, húmedas y envueltas en prendas de plástico y tela. Ninguna habla. Sin importar la trayectoria de sus pupilas, todas clavan los ojos en el horizonte de sus propios pensamientos. Pensamientos profundos pero vacíos. Insustanciales. Insípidos. Caminan como reclusas con cadenas invisibles. Unas detrás de otras. A una velocidad constante. Bajo el yugo de sus propias elucubraciones. Bajo la garra implacable de sus no tan propias deducciones. De vez en cuando se oye el silbido distante de un tren procedente de algún andén lejano. Penetrante. Como el aullido sordo de un lobo perdido entre la maleza.    
    El andén de la línea circular es menos silencioso. Unos adolescentes retozan en el otro extremo, rompiendo mordazas y desafiando paciencias. Al escucharlos, un perro mueve la cola en un arrebato de euforia, pero es contenido por el miedo a la reprimenda de su amo. El resto callan, con la boca y con el oído y con la mirada. Nada existe a su alrededor. Ningún suceso es merecedor de su atención. Ninguna persona. Ningún objeto. Sólo el aullido sordo del vagón del metro al llegar, y el monitor que indica los minutos de espera, y el mensaje irrelevante en las notificaciones del teléfono, y el vídeo de un pequeño alboroto en el sur de Francia que se ha extendido como un virus, haciéndose cada vez más grande, cobrando cada vez más fuerza, amplificando su gravedad con cada reproducción, con cada usuario infectado.
    El ruido tiene hoy en día una nueva apariencia. Un nuevo disfraz.
    Las puertas se abren. El tren vomita. Cientos de personas se abalanzan hacia fuera. Algunas corren, pues no hay tiempo que perder. Sólo hay una vida. Y hay que vivirla. Han de ser eficientes. Han de ser productivas. Han de llegar a la cama extenuadas. Tan extenuadas que no pueden dormir. Por tanto, siguen produciendo un rato más. ¡Qué bien se sienten entonces! Es la satisfacción que da un día de trabajo duro. Esa es la razón de su existencia. Lo que las mantiene vivas día tras día.
    Las puertas se cierran. Algunos llegan demasiado tarde al andén. Se enfadan. Se quejan. Y los nudos de sus cuellos se endurecen más y más con cada quejido. Entonces escriben algo en sus teléfonos. Vierten en un amigo imaginario su desconsuelo. Le hablan de lo horrible que está siendo su día.
    Ella, sin embargo, es la última en llegar. Se abre paso tranquilamente entre la muchedumbre. Por su frente resbala una gota de agua. Tiene calor. Se quita el abrigo y el jersey. Están empapados. Ha sido sorprendida por la lluvia y su piel ahora brilla como el cristal. Sus iris oscuros y amplios se ensanchan al entrar en contacto con la luz artificial. Parecen absorberlo todo a su paso como agujeros negros.
    Podría caminar cabizbaja. Podría mirar a ningún lugar, como el resto. Podría abandonarse a la presión y dejarse llevar río abajo. Pero río abajo no hay mar, digan lo que digan. Sólo un abismo infinito de soledad. Y ella no quiere sentirse sola. Sabe que no lo está, a pesar de que nadie la ve, a pesar de estar ahí en medio rodeada de pequeñas hormigas gigantes que pululan de un lado para otro, pasando de largo por los corredores del metro como agua embarrada por una tubería.
    Pero el problema de los que tienen fe, el problema de los que creen en las personas, es que abren sus puertas a todo el mundo. Y el problema de los embusteros, de los que no creen en nada, son los cadáveres enterrados bajo el suelo de sus propias casas.
    El eco de sus pasos se pierde entre la multitud, dejando tras de sí huellas en forma de pequeños y efímeros charcos, y su sombra es la única que no se confunde con la suciedad de las baldosas.
    Ella no lo sabe, pero está atrapada en un sueño. Y su piel brilla como el cristal.

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