La Puerta al Fondo del Callejón

 [Viernes, 10 de noviembre de 1972]

    Joe el Viejo. Así le llamaban en el barrio; el Viejo. Y así le siguieron llamando desde lo ocurrido aquel día en el callejón del patio de su antigua escuela. Era un día nublado de noviembre, de esos en los que uno empieza a notar ya el decaimiento progresivo de las horas de luz y el ensanchamiento inexorable de las prendas de ropa. Allí, en un mojado y frío rincón alejado de las miradas censoras, como siete proscritos a punto de cruzar una nueva línea roja, se encontraban seis quinceañeros y la novia de uno de ellos observando excitados el canuto que estaba terminando de liar Tommy. 

    Tommy era el guay de la clase. El repetidor. El temerario. El único que había fumado antes. El único que había perdido la virginidad y, aunque nadie lo supiera aún, el único que no terminaría jamás los estudios obligatorios. Él y su orgullo precoz guiaban la experiencia que resultó ser el primer contacto de Joe con la droga. Llevaban días, semanas, hablando de ello. «Ey, Tommy, ¿podrás pillar de eso este finde?», le solían cuchichear. «Pillar de eso». Nunca se atrevieron a pronunciar la palabra «hachís». Quién sabe si la policía no podría haber estado escuchando tras la puerta del aula, o escondida en los grandes armarios de contrachapado podrido que decoraban la esquina. Joe jamás se cuestionó que en aquellos muebles hubiera otra cosa que no fueran libros pero, a decir verdad, tampoco vio nunca sus puertas abiertas.

    Tommy tenía ya el canuto en la boca e intentaba encenderlo mientras, con la otra mano, evitaba que la fría brisa de invierno ahogase la llama del mechero. Le dio la primera calada, y Joe vio cómo su pecho se inflaba con satisfacción, recibiendo el humo en sus pulmones como quien inhala la esencia de la vida. Después empezó a rular, y las bromas desenfadadas se tornaron poco a poco en comentarios nerviosos y palabras huecas, cuya única función era rellenar el espacio vacío entre una calada y otra. Y detrás, a escondidas, como proveniente de otro universo, se podía oír el sutil sonido del viento al pasar por las rendijas de la puerta al fondo del callejón. Su silbido punzante y metálico, que viajaba por entre los adolescentes burlonamente sabiendo que no podía ser visto ni tocado, se clavaba en el oído de Joe como un espectro que quisiera penetrar en su mente. Y ese agudo susurro parecía tener vida y voluntad propia, y daba la impresión de no gustarle Joe, pues le hizo recordar los rumores que se habían extendido aquella última semana por el barrio.

    Todos lo sabían, a pesar de que nadie tenía prueba alguna de ello. Y es que, por lo visto, cierto chaval de no-sé-dónde había sido arrestado y llevado en volandas al psiquiátrico porque unas voces, según él mismo afirmaba, le habían obligado a embadurnar de gasolina el coche de su padre y prenderle fuego. Con su padre dentro. Pero el coche nunca llegó a arder porque el chaval de no-sé-dónde nunca llegó a encender la cerilla. Era bien sabido, además, que el pobre diablo le daba a los porros diariamente. Pero Tommy era conocedor de los rumores y afirmaba que todo era mentira, no más que un engaño de los padres para mantener a sus hijos alejados de las drogas, y que él tenía muchos "compadres" que fumaban y ninguno estaba loco. Y el argumento de Tommy, que apareció contundente y certero como un mazazo en el suelo, no fue cuestionado por nadie, y fue excusa más que suficiente para que sus amigos mejor llamados discípulos por aquel entonces se atrevieran a fumar. Y nunca más se volvió a hablar del chaval de no-sé-dónde. 

    Sin embargo, Joe tenía dudas. Empezaba a sentirse mal por su padre y por su familia. No quería volverse majara, no quería que le vieran majara y tampoco quería ir al manicomio. Así que tomó una drástica decisión: que, si alguna vez le ocurría algo así, se quitaría la vida. Y de esta forma comenzó a rumiar una serie de divagaciones cuyo final sería absolutamente inescrutable mientras el canuto se iba acercando cada vez más rápido. Él, para su propia desgracia, se dio cuenta de esto último, y comenzaron a sudarle las manos, y a materializarse y multiplicarse los pensamientos obsesivos. Como una plaga de cucarachas, revoloteaban sobre su cabeza y, antes de poder aplastarlos uno a uno, se sorprendió sosteniendo el porro entre los dedos, temblorosos e histéricos. 

    Y mientras tanto, el silbido del viento seguía susurrándole en la oreja. Se le colaba en el oído y le llegaba hasta el corazón, que latía cada vez más rápido, como una máquina de vapor a punto de desbocar. Podía oír la sangre fluyéndole a presión por las venas del cuello. Y podía sentir el calor invadiéndole las extremidades y los músculos de la garganta enrevesándose. 

    Y entonces el ruido cesó, 

    y el viento pareció amainar de golpe, 

    creando un silencio turbador. 

    «Yo paso, troncos, no me apetece», se oyó decir a sí mismo en un suspiro, soltando de pronto todo el aire. «Venga, tío, no seas cagado», espetó alguien. El brazo de Joe se alzó hacia la izquierda y sus ojos, a modo de rechazo, desviaron la trayectoria en dirección opuesta. «Menudo corta-rollos. Pareces mi viejo», replicó su colega, y tomó el porro, vacilando unos instantes, masticando brevemente la inseguridad de Joe. «Bueno, así tocamos a más», dijo, y le dio una calada atropellada. 

    Momentos después, los comentarios nerviosos pasaron a ser balbuceos absurdos y risas aplatanadas. Y Joe empezó a notar que ya no pertenecía a ese lugar. Fijó la vista en un punto lejano tras los verdes barrotes que delimitaban el patio de la escuela y abandonó su mente. Se dejó llevar por la cadena sempiterna de sensaciones hostiles que se apelotonaban en algún lugar de su tórax para golpearle las costillas, uno a uno y todos a la vez. Y con cada golpe la gravedad aumentaba, y los músculos y los huesos parecían resquebrajarse bajo la presión. Y entonces sintió ira. Ira hacia sí mismo. Y deseó poder ser invisible. Deseó que nadie le conociera. Deseó que la raza humana desapareciera del planeta. Pensó en marcharse lejos, a otro país o a otro continente, donde las personas y todo lo demás fueran diferentes. No podía ver a nadie hasta que nadie se acordara de ello. Y sin mediar palabra, en un salto silencioso y ágil, se levantó y se fue. Y nadie pareció darse cuenta.

    De camino a casa, el rubor fue disminuyendo y el suceso comenzó a tomar un cariz absurdo e intranscendente. El viento de noviembre pareció llevarse consigo la preocupación, y la luz de las farolas recién encendidas caía suave sobre sus hombros. «No pasa nada, Joe», le susurraba. Al día siguiente, nadie se acordaría, pensó. Se sintió entonces como un gilipollas y tuvo el impulso de volver con sus amigos. Pero ya era tarde. La noche había caído. El canuto estaría ya consumido. Y sus amigos volando sobre las nubes, viéndole caminar cabizbajo desde las alturas. Casi podía oír el eco de sus risas rebotando, burlonas, en las fachadas de los edificios. ¡Qué idiota! «¡Qué idiota eres, Joe!», se reprendió a sí mismo en voz alta. 

***

    La mañana del día siguiente, sábado, fue el preludio a lo que parecía que iba a ser un día espléndido. El cielo estaba totalmente despejado y coloreado de un sedoso azul claro. La temperatura había subido unos grados y se podía salir a la calle con la chaqueta desabrochada. Joe desayunó rico y en abundancia y empleó lo que quedaba de mañana en limpiar su oxidada bicicleta y cambiarle las cubiertas. Después de comer iría a la plaza del pueblo a hacer caballitos con sus colegas Joe era el rey de los caballitos, nadie aguantaba más que él haciendo uno. La plaza, como cualquier otro sábado, ardería con el bullicio de los niños jugando a la pelota. Y con el alboroto de los adultos bebiendo vino. Y los perros correrían tras sus dueños. Y las gaviotas sobrevolarían el pueblo, creando en el suelo un baile de sombras desdibujadas. Todo sería como uno de esos musicales de Broadway en los que cada elemento del escenario forma parte de una coreografía a gran escala. Después, la tarde iría muriendo poco a poco para dar paso al anochecer mientras Joe y compañía llenaban el suelo de cáscaras de pipas. Margarita estaría ahí y Joe charlaría con ella. «Me gustan tus ojos», le diría, y ella se ruborizaría y entonces él la besaría, y después la acompañaría a su casa y se despedirían para verse al día siguiente y besarse de nuevo. 

    Joe soñaba despierto en el trastero, de pie, en una posición ridícula, sujetando el manillar de la bicicleta con las dos manos. «¡Joseph, ven a poner la mesa!». Dejó la bicicleta en una esquina y fue corriendo a la llamada de su madre. 

    Joe. El Viejo y el Soñador. Aquel Joe que aún confiaba en la brillantez del futuro. Y en que la vida iba a ser siempre así de sencilla. Ese Joe se pregunta ahora qué habría pasado si aquel día hubiera tenido la gripe. Una gripe dura, de las que te tumban en la cama durante una semana. Quizás así, a su vuelta, nadie se habría acordado ya de su cobardía. Quizás así nadie le habría llamado "muermo" o "viejo" al verle llegar bajo el inocuo sol invernal, mientras el resto de compañeros se reían como focas de aquella escasamente elaborada gracieta. Quizás, si Joe no hubiera existido para los demás durante unos días, nunca se habría enfadado con ellos ni consigo mismo lo cual no tiene otro propósito que echarle más leña al fuego. Quizás entonces la moda de etiquetarle como "el Viejo" no se habría extendido como una enfermedad sin cura ni prevención. Y quizás así su vida habría podido transcurrir siendo Joe y nada más. O puede que ninguna de estas cuestiones tenga sentido. Puede que estuviera destinado a ello desde el principio. Puede que nunca hubiera tenido la posibilidad de evitar ser como era. A Joe, sin embargo, ahora le da igual. Ya no le importa. Es demasiado mayor para eso. Ahora ya no es Joe "el Viejo", sino el viejo Joe. Pero, aun no importándole, hay algo que le incomoda constantemente. Algo que se ha instalado en sus pulmones de forma casi desapercibida y le corta ligera y persistentemente la respiración. Y no tiene nada que ver con las tres cajetillas de tabaco que consume cada día. No. Es algo más sutil y más dañino. Es no haberse dado cuenta a tiempo de lo absurdo de aquella ira que sentía hacia los demás y hacia sí mismo, o más bien al revés: hacia sí mismo, y después hacia los demás. Aquel apodo inocente fue la pequeña chispa que encendió la llama que con los años pasaría a ser un incendio. Un incendio de inseguridades y rabia. De odio irracional y de confusión. Y de drogas, alcohol y violencia. Con los años ya nadie se acordaría del origen del nombre, pero Joe "el Viejo", sin embargo, siguió siendo Joe "el Viejo" hasta hoy y lo seguirá siendo hasta el momento de su muerte. Y a las orillas del Acheron, Caronte mirará en su lista de nombres y preguntará: ¿Joe "el Viejo"? Y Joe asentirá. Y Caronte tachará su nombre y Joe aceptará su destino con resignación.

    El viejo Joe, ahora, sabe que su vida pudo haber sido menos amarga. Pero ya es tarde. Se le resbaló por entre los dedos como arena seca. Se le escapó de los brazos en algún momento que no puede precisar. En menos de lo que se tarda en dar un profundo suspiro. Ahora ya sabe lo que siempre necesitó saber, pero no le sirve para nada. Eso sí es una broma. La peor broma que le han gastado nunca. La broma de la vida; nacer, aprender a vivir, y entonces morir. 

    El viejo Joe, ahora, sigue viendo a veces en sus sueños aquella puerta al fondo del callejón, y sigue escuchando a veces el silbido del viento clavándose en su oído. Y en un polvoriento y vacío bar, en un pueblo en algún lugar del planeta, brinda por la vida. Por sus idas y venidas. Por sus subidas y bajadas. Brinda por todas las personas que se ha encontrado en el camino. Y por que nadie cometa el error que él cometió. El error de echarlo todo a perder por ninguna razón concreta.

    «Sed felices, coño, no es tan difícil», murmura alzando la copa, y de un empujón vierte el contenido al interior de su garganta.

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