Corrientes

 


    La calle está abarrotada de gente. Caminan hacia un lado y hacia el otro. Sin propósito. Sin dirección. Dylan observa cómo un charco es pisoteado una y otra vez por decenas, cientos, miles de pies diferentes. Pies frenéticos. Pies pesados. Pies perezosos. Pies apacibles. Todos al son de las gotas de lluvia que repiquetean sobre la capucha de su chubasquero.

    Y Dylan, sin moverse, escucha fascinado. No comprende. Nunca comprenderá por qué nadie lo oye. Por qué él sí. No entiende por qué nunca antes se dio cuenta, ni por qué mañana se le habrá olvidado. Puede que el mundo esté dándole toques en el hombro, queriendo ser escuchado. Puede que sea el universo, pidiéndole auxilio. Pero, ¿qué puede hacer Dylan? ¿Qué puede hacer un pobre perdedor como él? ¿Cómo va a auxiliar al mundo si ni siquiera es capaz de ser feliz dos días seguidos? 

    Le da un trago a su lata de cerveza. Al hacerlo, algunos le observan. Dedican unos segundos de sus ajetreadas vidas a compadecerse de él. "Tan joven y tan hundido", piensan. "Que os den por el culo", piensa él. 

    A unos doscientos metros, al fondo de la calle, se oye a un hombre gritar a través de un megáfono. Cuenta historias sobre el fin del mundo y sobre la ineptitud humana. Cuentos de personas que, alimentadas por un odio sin causa, pretenden destruir a la humanidad. Es tal la vehemencia con la que declama que a Dylan no le extraña escuchar un mar de voces dar alaridos a modo de aprobación. Siente envidia de esas personas, las que con algo tan sencillo son capaces de saciar su miedo a la ignorancia. Aquellas que se asoman al espejo y no ven una hoja de arce flotando a la deriva, empapada pero cada vez más seca y quebrada. En lugar de eso ven un robusto tronco de secuoya sujetado por gruesas raíces. Dylan siente envidia de ellas porque, aun sabiendo que están perdidas, creen que conocen el camino. Creen que cuanto más fuerte vociferen contra el viento más profundas serán sus raíces. 

    Lo que no saben es que el día llegará. Llegará el día en que la sacudida sea demasiado fuerte. Dylan lo sabe, y hace tiempo que dejó de luchar contra el viento. El mar es grande. Enorme. Y las olas le mecen hacia un lado y hacia el otro. Sin propósito. Sin dirección. Pero, ¿quién dijo que tiene que haber una dirección, o un propósito? 

    El repiqueteo de las gotas de lluvia sobre el chubasquero cesa paulatinamente hasta desaparecer. La gente cierra sus paraguas y sus caras son ahora un poco menos oscuras.

    Es hora de volver a casa.

Comentarios

Entradas populares