Finales de junio


    Es curioso cómo el tiempo cambia las cosas. Cómo cambia nuestras mentes. ¿Cómo podemos saber si es real lo que creemos recordar? Hace muchos años ya que el sol asomó por el horizonte y, si lo miro fijamente a través de mis cristales tintados, puedo vislumbrar la efímera estela que desprende al avanzar despacio. O quizás me lo esté imaginando. En cualquier caso, estoy seguro de que, si me olvido por un tiempo, ya no estará donde estaba, y nunca más volverá a estarlo. Y mientras, las sombras bailan bajo su luz. A veces cubriendo mis pies; a veces mis manos. Y mientras, él se mueve, empujado por los hilos del tiempo. Ahora un poco más lento; ahora un poco más rápido. Pero lo cierto es que acabará llegando a su destino. Lo cierto es que las sombras tienen las de ganar. Pero, ¿por qué entristecerse? ¿Quién dijo que la noche fuera mala? ¿Quién dijo que las sombras son extrañas? Probablemente, alguien que no conoce la belleza de las cosas. Lo maravilloso de la noche es precisamente su misterio. Su abismal vacío. Y en su mismo centro, la esperanza.

   El aire mece gentilmente las extensas praderas, que se suceden una tras otra, apacibles, tras la ventana de mi coche. Al fondo, las marrones montañas se yerguen como grandes pastores cuidando de su rebaño. Como una muralla que nos protege de lo que hay más allá. ¿Y quién sabe si lo que hay más allá es peligroso? Nadie. Absolutamente nadie. Pero es mejor suponer que reconocer que estás perdido, que no tienes ni puta idea de cómo es el mundo. Es mejor suponer que resignarse, que agachar la cabeza y dejar que la lluvia empape tu nuca. Porque cuando crees que sabes la verdad, eres invencible. Porque nuestro complejo de inferioridad nos impide dejarnos vencer. Dejarse vencer. ¿Qué tiene eso de malo?

   Meto cuarta. Me deslizo sobre una recta desierta de asfalto intacto. De garajes y fábricas somnolientas y dorados campos de trigo. La luz del sol se refleja en el capó del coche, que gime como un viejo cansado cuando levanto el embrague. El suave azul del cielo penetra en mi corazón y noto su cálida vibración en el pecho.
   Suspiro.
   Es un buen día de verano.
   Indudablemente.
   Uno de esos días de finales de junio en los que la palabra tristeza se borra de los diccionarios.
 
   Y yo, acunando una sonrisa, recuerdo los días de primavera jugando y saltando en la hierba. Y aquellas noches en vela mirando a la luna, pensando en la vida entera,
   y en la nada.
      Y en ella.
   Y quizás siendo feliz. No lo sé, ni me importa. Sólo sé que las cosas no son como eran, ni serán como son. Los días, y con ellos las personas, pasan, dejando en mí una nueva llama que aviva en mi corazón la hoguera
                            que calentará mi alma, inquieta, hasta el día en que me muera.
         

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