Agujeros Negros


   La luz tintineaba en el porche desde hacía días. 'Debería cambiar la bombilla', pensó el viejo Joe mientras se abrochaba la cremallera del pantalón. La luna le observaba con reproche mientras caminaba hacia su casa tambaleándose, cerveza en mano.
   Rusty se alegró al verle entrar como si llevara semanas sin verle. Era buen perro. Tonto, feo, desobediente, follador de piernas empedernido, pero buen perro al fin y al cabo. Tal y como su amo.

   Joe, un viejo de ochenta y tantos con un perro de otros cuantos, cuyo único propósito de vivir era que lo dejaran tranquilo - y borracho -, se sentó en su apolillada butaca y agarró el mando de la televisión.

   -¿Sabes qué? - dijo ella.
   -¿Qué? - contestó él.
   -Me fascinan los agujeros negros.
   -¿Ah, sí?
   -Dicen que el tiempo no pasa para ellos.
   -Ahá...
   -Todo lo que se cruza en su camino queda atrapado para siempre en su interior, inmutable y eterno. ¿No es increíble?
   -Supongo.
   -Y, ¿qué te parece esto?: "Aquél que se convierte en fiera se libra del dolor de ser hombre".
   -Me parece una gilipollez.
   -"¿A dónde debemos ir, los que vagamos por este yermo, para encontrar lo mejor de nosotros?".
   -No lo sé.
   -"Nunca pasa nada si tú no haces que pase". "Si no puedes reírte, entonces sonríe". Sonríe, sonríe, SONRÍE.

   Rusty ladró, sacando a Joe de su ensoñación. La botella de cerveza se le había escabullido de entre los dedos para acabar en mil pedazos por el suelo. 'Mierda', masculló. Ahora tenía que limpiar la moqueta.

   Miró la habitación para calcular su nivel de alcohol en sangre. Observó cada uno de los detalles. La cama permanentemente deshecha, la pila de platos sin fregar desde hacía una semana, la colonia cubierta de polvo en la mesita de noche... Todo vibraba al son de las palpitaciones en sus sienes. Vio el viejo baúl de recuerdos, una caja de madera con humedades cubierta por una manta polvorienta, en la esquina más oscura de la habitación. Se levantó gruñendo y se acercó arrastrando los pies acompañado por los crujidos del parquet. Quieto frente al baúl, durante lo que pareció una eternidad, se debatió entre abrirlo y beber otra cerveza.
   Fue a buscar la cerveza.
   Después volvió, apartó la manta despacio, temerosamente, y lo abrió.

   Las horas pasaban inexorables mientras enredaba en sus recuerdos. Una foto del viaje a Poitiers con su familia en el verano del 98, una radiografía de su brazo roto, las cartas que le envió Vanesa desde Japón escritas a pluma, la goma de pelo amarilla que le regaló su amiga de párvulos.

   Joe, el viejo, no recordaba la última vez que sintió la humedad en los ojos ni la presión en la boca del estómago. Llevaba solo muchos años, pero esta vez el golpe seco de la soledad cayó como un martillo sobre su pecho, parándole la respiración. Notó la cálida lengua de Rusty en su mano, como queriendo lamer una herida recién abierta. Esta herida, sin embargo, era infecta y purulenta, y había estado intentando cicatrizar en vano durante mucho tiempo.

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