Eres gilipollas


   Hoy he visto mis manos. Sí. Mis manos. No me acordaba de ellas. Esas extrañas protuberancias con sus tentáculos extravagantes. Esas desconocidas que actúan como canalizadoras de los deseos. Al fin y al cabo, ¿para qué las utilizamos si no es para agarrar, tocar, acariciar y sentir aquello que queremos? Hoy, yo, he visto mis manos. Estaba en el baño dispuesto a enjabonarlas -puede que por decimoquinta vez en las últimas veinticuatro horas- cuando de repente me acordé de su existencia.

   Cuando somos niños, nuestro cuerpo es un monumento. Pasamos horas mirándolo. La rudeza de la piel de los codos, el triángulo que forman los tres lunares de la cadera izquierda, las arrugas de las falanges al estirar la mano. Abriendo y cerrando los puños lentamente, nos preguntamos por qué tenemos cinco dedos. Por qué no seis, ni cuatro. Por qué cinco. Nos fascina ver cómo el pelo va invadiendo espacio a lo largo de los meses, y cómo algunas cicatrices van desapareciendo y otras perduran en el tiempo.
   A medida que pasan los años, nuestros ojos deciden ver más allá, y viendo más allá pasamos por alto lo que tenemos cerca. Comenzamos a predecir el futuro y a darnos cuenta de que nuestros actos tienen consecuencias. De repente, queremos ser dueños del destino. Y así nacen nuestras obsesiones. Nuestras ambiciones. Nuestras promesas. Y nuestro sentimiento de culpa. Llegan y absorben todo. Nos hipnotizan. Nos atrapan y se alimentan de nuestra energía. 
 
   Nos anestesian.

   Pero un día te lavas las manos por decimoquinta vez en veinticuatro horas y te das cuenta. Te das cuenta de que siguen ahí. De que las has estado utilizando sin saberlo. De que aún se forman arrugas en tus falanges cuando las estiras. De que sigues teniendo cinco dedos. No seis, ni cuatro. Cinco. 
   Entonces te sientes de nuevo despierto y ves el pasado como un sueño confuso. Como un reflejo efímero en el extremo de tus gafas. Sientes de nuevo el aire acariciar tus pulmones y las lágrimas resbalar por tus pómulos. 
   
   Y saboreas la sal. 
   Su sal. 
   Tu sal. 
 
   Y es entonces cuando das las gracias y te das cuenta de lo gilipollas que has sido.

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