On The Rocks

 [Lunes, 4 de mayo de 2020]

    Cuando se abrieron las puertas del ascensor, la luz se le clavó en las pupilas como dos agujas candentes. Hacía rato que la ciudad había despertado, pero Dylan seguía aturdido. Entrecerrando los ojos, se dirigió a la salida mientras buscaba su mascarilla por entre los bártulos de la mochila.
    Un bolígrafo, un cuadernillo, el teléfono, la cartera, un libro de Faulkner
... No había mascarilla. Buscó en el bolsillo pequeño. Buscó en los laterales, en los bolsillos del pantalón y en los de la sudadera.
    Ni rastro.
    Intentó reconstruir en su mente la noche anterior. Llegaron sobrepasando por veinte minutos el toque de queda. Él se sentó en la cocina mientras ella abría un par de birras. Después, fueron al salón y se sentaron en el sofá, se enrollaron y, de algún modo, acabaron en la cama, olvidando sus cervezas recién empezadas. El recuerdo de ella seguía fresco en su memoria, pero no era capaz de visualizar la mascarilla en ningún sitio.
    Quizás en la cocina.
    
Sí. Puede que estuviera sobre la mesa de la cocina.
    Sosteniendo la mochila con una mano y rascándose una ceja con la otra, se quedó unos instantes parado en el portal. Después, se sentó en las escaleras y apoyó la cabeza entre las manos. Estaba muy cansado. Cerró los ojos. Trató de idear una buena excusa por si la policía le amonestaba, pero sus neuronas no le obedecían. No conseguía pensar en nada. Cuando lo intentaba, la imagen de ella se materializaba en el interior de sus párpados, y sólo podía ver la blancura de su cuello, y sólo podía sentir su pelo frondoso y salvaje acariciándole la piel. Al final, se decantó por la explicación más sencilla: la había perdido. ¿Dónde? ¿Cuándo? Daba igual. No creía que el señor agente fuera a tener ganas de investigarle. Se levantó, se colocó la costura del calzoncillo y salió del portal.
    Fuera, el ambiente era cálido y acogedor. No parecía que fuera a ser el fin del mundo. Los viejos gruñían con aire cómico, las terrazas estaban llenas de personas sonrientes con cañas y cocacolas en las manos — a pesar de ser lunes por la mañana — y se oía jugar eufóricamente a unos niños en el patio de algún colegio cercano. El ruido de la ciudad arropó a Dylan con delicadeza, igual que le arropaba de pequeño el abuelo con su manta de lana durante los inviernos en la montaña. Pues no importaba el calor que hiciera, en su alma siempre fue invierno, y él siempre anduvo buscando mantas con las que arroparse.
    Nadie le miraba. Quizás la barba disimulaba su carencia de mascarilla. Aprovechó su libertad respiratoria para, en un suspiro, llenar los pulmones con ese aire de pureza cuestionable que la gran ciudad es capaz de ofrecer. La noche anterior había sido agotadora. Agotadora y corta. Una noche de poco dormir y mucho hablar. Y entre conversación y conversación, interludios amorosos. Pero eso no lo podía saber la policía. Puede que estuviera prohibido. ¿Quién sabe? Mejor no tentar a la suerte. Por aquel entonces, el límite entre lo legal y lo ilegal no estaba del todo claro, y Dylan no recuerda si alguna vez lo estuvo. Ya no lo recuerda. Y sin embargo, recuerda perfectamente el aura extraña que todo — y todos — desprendían aquel día. Serenidad e inquietud a partes iguales flotaban llevadas de aquí para allá por corrientes de aire. Fue una mañana rara. Muy rara. Dylan tenía una ligera resaca, fruto de los whiskies on the rocks que había tomado la noche anterior. Le había dado por ahí. Se había inspirado en aquella serie de los dosmil-diez que estaba ambientada en los sesenta. Admiraba, en cierto modo, a esos adultos desamparados que bebían whisky y ginebra como demonios. Bebían mientras trabajaban, bebían mientras comían, bebían mientras charlaban, bebían mientras follaban. Dylan encontraba misteriosamente atractiva esa vieja costumbre, patente en la humanidad desde el inicio de la civilización. Esa necesidad de anestesiar el cerebro de una manera o de otra.
    Aquella mañana, la anestesia del día anterior le había dejado
el cerebro entumecido. No se puede decir que se sintiera mal. No estaba triste. Tampoco especialmente alegre. ¿Preocupado? No exactamente. Puede que tuviera miedo. Pero, de ser éste el caso, debía de ser un miedo muy profundo. Un miedo secreto, incrustado cual parásito en el punto más céntrico de la inestable pelota de emociones que formaba su personalidad. Un cáncer que iba minando poco a poco su salud mental hasta que fuera demasiado tarde.
    La boca le sabía a rayos y su saliva era seca y pastosa. No se había lavado los dientes ni había bebido agua, y tenía una sed abrumadora. Había planeado beber cuando llegara a casa, pero el calor era insoportable y la deshidratación empezaba a provocarle mareos. Entró en un bar. Era el típico bar de barrio que frecuentaban los viejos tomando el blanco y viendo el partido o la vuelta ciclista. O lo que fuera que echaran en la televisión, daba igual. Lo importante era tomar el blanco. Pero ese día no había viejos. Estaban en sus casas o en la calle, guardando la distancia de seguridad. La televisión, sin embargo, estaba encendida, y su único espectador era un camarero de cincuenta y tantos que secaba con un trapo viejo una copa colmada de rallones.
    Dylan se acercó a la barra y le pidió un botellín de agua fría.
    -¿Y la mascarilla?.
    -Se me ha perdido.
    Miró a Dylan con falso reproche mientras terminaba de secar la copa. Después, se dio la vuelta y metió la mano en el botellero. Dylan aprovechó el tiempo muerto para mirar la hora en un reloj de pared que colgaba sobre la barra.
    Las once menos veinte.
    -Perdona, ¿está en hora el reloj?
    -Por supuesto.
    Era muy pronto. Era más pronto de lo que parecía.
    -¿Cuánto es el agua?
    -Uno con veinte.
    Pagó al camarero con una moneda de un euro y otra de veinte céntimos. Después, salió del bar y bebió el agua de una sentada.
Parado en la entrada, bajo el toldo de color granate parcialmente extendido, Dylan observó. Observó al sol abrasando cariñosamente la calle, y observó las sombras proyectadas sobre la agrietada carretera. Observó a la ciudad bullir. Nunca antes había bullido tanto. Definitivamente, no parecía que fuera a ser el fin del mundo.
    Eran las once menos veinte. Quedaba mucho día por delante. Y no tenía nada que hacer. Podría haberse quedado más tiempo en el piso de ella. Podría haber pasado con ella el día. Se habría dado una ducha y habrían desayunado juntos, y habrían seguido parloteando como lo hicieron anoche. Ella no se habría negado. Ni de coña. Habría aceptado ilusionada. Dylan lo sabía. Lo vio en sus ojos cuando le dijo que se iba. «Me tengo que ir». ¿A dónde? ¿Dónde podía estar mejor que en aquel lugar en aquel momento? Si tuviera la opción de volver atrás, se quedaría allí tumbado, con las persianas bajadas y la ventana batiente, escuchando
entrar suavemente por las rendijas el sonido de la ciudad desperezándose, y mirando en la penumbra sus ojos. Sus ojos claros y verdicastaños. Y recordando aquella canción popular gallega que nunca supo por qué conocía. Los verdes son traidores y los castaños firmes y verdaderos. Pero, ¿y los verdes acastañados? Le habría gustado conocer al autor de la canción para preguntárselo. Era una opción más directa y menos arriesgada que descubrirlo por sí mismo.
    No. No merecía la pena.
    Las cosas estaban bien como estaban. Ya se le había roto el corazón un par de veces y el proceso de reconstrucción era demasiado duro. Durante unos días, echaría de menos ver el brillo de su mirada en la oscuridad. Dos ojos profundos y cristalinos. Dos faros solitarios en un mar vasto e impredecible. Lo echaría de menos durante unos días y, después de superar el síndrome de abstinencia, su vida volvería a ser lo que era. Ya está. Todos contentos. Nadie tenía por qué sufrir de más.
    Dylan llegó a casa, tiró a la basura el botellín de agua que había espachurrado entre las manos sin darse cuenta, se quitó la ropa, se duchó y se puso el pijama. Sentado en el sofá, sacó de la mochila el cuadernillo y el bolígrafo y empezó a vomitar palabras. Excretó sus pensamientos en el papel para poder apaciguar la ansiedad invisible que le invadía. Escribió una página, dos, tres, cuatro, cinco... Así hasta doce. Después, se dejó caer hacia atrás, exhausto, y por fin pudo dormir. 

***

    Cuando despertó, no supo dónde estaba. Abrió los ojos convencido de que frente a él iba a encontrarse el armario hortera de colores donde guardaba su ropa y sus juguetes cuando era pequeño. Aún hoy suele cavilar sobre el paradero actual de ese armario. Puede que ya no exista. O puede que ahora guarde otra ropa o los juguetes de otro niño. Otro niño con suerte, como él.
    Se quedó allí sentado, en la misma postura en la que se había dormido, mirando a un punto fijo y pensando en nada durante un rato. Después reparó en el cuadernillo sobre la mesa, y en la escritura violenta que inundaba de tinta la última página. Entonces recordó la noche anterior
, y un impulso, motivado por algún tipo de deseo furtivo, le hizo sacar el teléfono de la mochila.
    Sin batería.
    Lo puso a cargar y esperó a que el contador marcara uno por ciento. Entonces lo encendió y abrió WhatsApp. «No te veo», era el último mensaje que ella le había escrito, a las 18:24. Miró su foto de perfil. Salía ella vestida de verano con un cachorro de golden retriever en los brazos. Debía de ser suyo. Se parecían. En sus caras se reflejaba la misma bondad desinteresada con un pequeño toque de excesiva inocencia. Dylan escribió varios mensajes, pero no llegó a enviar ninguno.
Todos le parecían estúpidos. «Hey! Anoche me lo pasé genial». «Hola! Qué tal esa resaca?». «Buah, vaya borrachera a lo tonto anoche, eh?». «Buenos dias! Oye, ese perro es tuyo?». Bloqueó el móvil y lo dejó caer sobre la mesa, pero antes de darse cuenta se encontró mirando otra vez aquel mensaje. El mensaje de las 18:24.
   «No te veo».
    Con decisión forzada, comenzó a escribir de nuevo: «Hey! Creo que me he dejado la mascarilla en tu casa. Qué te parece si me paso a buscarla esta noche?». Enviar.
    Pasó un minuto.
    Pasaron dos.
    Y pasaron tres.
    «Claro, sin problema! Yo llego a casa sobre las siete».
    Y en lo que quedaba de tarde, Dylan leyó. Nada más. Leyó y comió las sobras del día anterior. Empezó La Montaña del Alma de Gao Xingjian. Llegó hasta la página ochenta y cuatro, y en la ochenta y cinco se dio cuenta de que no había entendido nada. Sólo podía pensar en ella. Sólo en ella. Qué tortura. Estaba cometiendo un error. Sabía que antes o después se iba a arrepentir.   
    
Pero cuando dieron las seis y media fue a vestirse. Se puso unos vaqueros ajustados y una camiseta básica negra. Después, se echó colonia y abrió la mochila para coger la cartera. Y allí, en uno de los recovecos del compartimento principal, agazapada como un ratón que no quiere ser cazado, allí la encontró.
    Allí estaba su dichosa mascarilla.

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